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miércoles, 11 de junio de 2014
HERENCIA
Cuando supo que tenía cáncer doña Matilde le había dicho a su hijo, hijito, la herencia que te dejo en realidad es la decencia, el decoro y el no mentir, aparte del terrenito en El Alto y este departamento que significó 35 años de trabajo de tu pobre padre en el ferrocarril. Pero en realidad hijo, lo que máaaas tienes que cuidar es la biblioteca de tu papá y esos tres cuadros coloniales que le regaló la Dra. Lema, porque tu papá, hijo, le arreglaba todo a esa señora, era medio loca , pero como estaba sola y era vecina tu papá ahí nomás paraba arreglándoselo el calefón, poniéndoselo el foco, cambiándole el tornillo de su anafe, así, hasta que yo iba y lo sacaba de la oreja. Son tres cuadros coloniales, dos Cristos y un San Benigno del Candado que cuando se murió la vieja le había dejado a tu padre en su testamento, en el armario están, los libros de tu papá son de mecánica, locomotoras, rieles, de aviones también hay, pero son libros de primeras ediciones que tienes que conservar, tu herencia es, hijito.
Doña Matilde partió pronto, su único hijo se quedó en el departamento sollozando la orfandad, tenía 23 años y no le daba a ninguna carrera. Entonces se enteró que el departamento estaba hipotecado, que había que pagar la deuda, mensual era, y como no tenía comenzaron a botarlo.
Cuando fue a ver el terreno a El Alto era la primera vez que subía, estuvo tooodo el día dando vueltas por barrios llenos de polvo, con un sol de embolia, nadie le daba razón. Hasta que por fin llegó con sus papeles arcaicos hasta un lugar y dijo aquí es. Se quiso hacer un préstamo con esos papeles para salvar el departamento, pero le dijeron que no estaba inscrito en derechos reales, que tenía que ir hasta Achacachi porque allí pertenecía el terreno, fue hasta Achacachi y le dijeron que no había libro para inscribir y que no abrirían por su culpa un libro nuevo, que tenía que esperar. Entonces se dedicó a chupar un año hasta que le hicieron desocupar nomás, la hermana de Doña Matilde lo tenía alojado en un cuartito de su casa de Alto Chualuma Bajo, apenas entraba el gil en el cuartito porque los libros de su papá ocupaban todo, puro cajones era ese cuarto, con los tres cuadros coloniales colgando de unos clavos torcidos.
Un día de chaqui total subió al terreno y se encontró que estaba cercado con grandes muros, le pregunto a la señora de la tienda quien había puesto los muros y le dijo el señor Pinilla de la esquina. Se alzó una k’ala grande, desesperado tocó el portón de calamina, salió el señor Pinilla, le grito que tenía que sacar esos muros de enay, entonces el señor se alteró pero el k’alazo fue más certero. El hijo de doña Matilde terminó nomás en la cárcel de San Pedro, lo había dejado al señor Pinilla vegetal, su tía al principio iba los jueves y domingos. Así… cinco años.
Al salir, fue directo donde su tía pero un ñato no le quiso abrir la puerta. —Por favor con mi tía quiero hablar, le dijo. —Ya se ha muerto. —Quien es usted.
—El hijo del primer matrimonio de su último marido pero mi papá más se ha muerto y a usted no lo conozco. —Quería que me devuelva mis tres cuadros y los libros de mi papá, le gritó, pero el portazo fue más fuerte.
Entonces se fue de nuevo a chupar, dormía donde podía, poco a poco se fue volviendo artillero.
El otro día lo he visto en el parque de la Pando, frente a la fricasería La Salud, ahí estaba botado, con su lata de alcohol, se me acercó a pedirme quibo, me dijo que me iba a devolver cuando venda los tres cuadros, que le ayude a entrar a la casa de su tía, que tiene 15 cajones de libros de su papa, que me lo daba todo en 3.000 bolivianos. Como yo también quería seguir chupando ley hecho caso y le hemos dado grave al tirillo. En las noches vamos, hartos somos, el Gato, el Polkos, el Cartílago, la Anahí, todos vamos a ver desde el cerro el cuarto donde están los tres cuadros y los libros de su papá, luz tiene, clarito se ve que están ahí. Hacemos planes para ver cómo podemos entrar, mientras chupamos, bailamos y nos meamos. En el día grave es el sol, dos se han muerto de sol shempre, secos han quedado. Yo quiero recogerme pero su hijo de doña Matilde siempre me convence con cobrar la herencia, seguimiento le hago a ese gil del hijo del primer matrimonio de su último marido de la hermana de doña Matilde, solo que se sube a su radio taxi y ya no llego. Algún día vamos a cobrar la herencia, no te rías, le digo al Gato que ya no cree.
Una noche el frío grave era, se ha muerto shempre el hijo de doña Matilde, charque ha despertado, ni para el cajón nos ha dado el desgraciado ese del radiotaxista que se ha quedado con la herencia.
(*) El autor es personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta
Historia de una muerte
La Guerra del Chaco dejó muchas historias, una de ellas es la de Daniel Oropeza el soldado que se enlistó bordeando los 15 años.
El relato que sigue se refiere a un hecho de armas, realmente ocurrido e inédito hasta hoy. Es La Historia de una muerte. Los nombres, los lugares y los hechos son auténticos.
Es un acontecimiento de valor, de sangre y de muerte que sucedió en la Guerra del Chaco, y que muy bien pudo haber tenido un desenlace impensado 31 años después de la contienda.
Fue en 1934 cuando Bolivia, después de varios reveses en campaña, necesitaba de combatientes en el frente de batalla, entonces el joven cochabambino Daniel Oropeza Alcócer —mi padre— bordeando los 15 años se alistó de voluntario, sin más experiencia en el manejo de las armas que sus jornadas de cacería en la campiña valluna. Ese pletórico contingente de jóvenes fue conducido a Guaqui, La Paz, donde recibió una corta, pero intensa instrucción militar. Ese fue el único entrenamiento que se les ofreció antes de ser dislocados a la zona de operaciones.
Guaqui, Viacha, Oruro, Uyuni y la estación militar de Mojo, en Potosí, fue el fin del trayecto ferroviario, desde donde apresuradamente fueron transportados hasta Villamontes y de ahí al escenario del conflicto.
Luego de varias jornadas a pie, y ya en el frente; el soldado Oropeza recibió la orden de cubrir un puesto de centinela en la zona del sector Cayoja. Él recuerda aún las enérgicas y reiteradas instrucciones:
— ¡Cuidado se duerma! Éste es un sector muy vigilado por los “pilas”. ¡Cuidado se duerma! Manténgase muy atento. Le increparon cuando le instalaban sobre un árbol que hacía de esquina a una senda abierta a brazo y machete.
Era un típico día del Chaco: caluroso como todos. El sol en el cénit, el cansancio de varios días de marcha, el hambre la sed y la tensión empezaban a hacer su trabajo de adormecimiento en el centinela que cumplía su primera misión, en inminente contacto con el enemigo.
En medio de tanto silencio, un ruido llamó su atención. Fue el sonar de la maleza. Fue algo raro, inexplicable y que puso más tenso el ambiente de la hirviente mañana en el Chaco. Aguzó los sentidos y trató de entender lo que habría estado pasando. Pero el cansancio le dominó, se sintió adormecido, embotado.
Por instinto se escupió las manos y se frotó los ojos. Reaccionó y escudriñó el monte que le rodeaba. Todo era silencio y él vivía esa ansiedad.
De pronto… detrás de un matorral, al final de la senda observó con nitidez una cabeza que giraba de izquierda a derecha. Sin duda era un “pila” que estaba agazapado; esperando el momento de saltar sobre la presa divisada.
Pero, pese al abundante ramaje, ese movimiento de cabeza delató al atacante y el centinela sabía con certeza que era el enemigo tratando de pasar en camuflaje.
El soldado se tensó aún más y preparó el fusil Máuser; apuntó con cuidado y disparó totalmente seguro que debe hacerlo.
Alertados por el ruido del disparo al romperse la calma llegaron presurosos los jefes del campamento boliviano que le increparon:
— ¿¡Por qué ha disparado!?
Mudo y pálido, respondió señalando con el dedo el lugar del fin de senda. Solo señaló, pues la impresión que causó en ese joven de 15 años su primer disparo al enemigo fue totalmente traumática.
En efecto era un satinador paraguayo. Un hombre ya maduro de gran estatura y fuerte complexión, yacía tendido cuán macizo era con la cabeza destrozada por el impacto de bala.
— Este carajo era el “pila” que cargaba con nuestros centinelas, bramó un superior.
Y cayeron en cuenta que el cuatrero venía de haber liquidado a dos de ellos e iba en pos del tercero.
Los satinadores, también llamados cuatreros, sin ser tropa regular, eran diestros rastreadores paraguayos que incursionaban con sigilo y gran conocimiento del terreno en las líneas bolivianas liquidando centinelas. Les pagaban por esas acciones. Es la guerra.
Revisados los documentos del caído cuatrero, se trataba de N. Gonzales; nacido en Villa Hayes (Paraguay). Entre sus pertenencias había una ametralladora de mano, una pistola pequeña, una daga y un machete más filo que una navaja. Y entre sus ropas, la fotografía de una señora y dos niños varones. Tal vez de 10 y 12 años, respectivamente.
Fue el primer tiro en la guerra del soldado Daniel Oropeza. Fue su bautismo de fuego, fue su bautismo de sangre, su bautismo de muerte. Esta su primera baja y este sector, Cayoja, marcaron cual braza candente sus impresiones sobre la vida, la muerte y la guerra.
Superado el tremendo trance emocional de su primera acción de armas relataría más tarde: “En los siguientes combates buscaba la muerte. Pues en la guerra, la muerte huye de quien le persigue y persigue a quien le huye”.
El soldado Oropeza actuó en los combates de picada Santa Cruz, la retoma de Caigua, la retoma de Tarairí y otras acciones. En la victoriosa defensa de Villamontes fue comandante de pieza de ametralladora pesada, una Vickers número 333. Detalle que nunca olvida.
Fue ascendido al grado de Sargento; por orden del Comando de Cuerpo Número 983/35 de 2 de mayo de 1935.
Fue destinado al Regimiento Santa Cruz 9 de Infantería y al Regimiento Ayacucho 8 de Infantería.
Con frecuencia relata sus impresiones sobre la experiencia que le ha tocado vivir desde sus 15 años. Son reflexiones en las que remarca el significado del porqué los hombres y los pueblos tienen que pasar por pruebas tan duras como una guerra.
Concluida la contienda del Chaco, fue destinado como comandante del Puesto Militar en Peña Colorada. El Palmar, frontera con la Argentina.
El 6 de marzo de 1936 fue desmovilizado por “minoridad” (entiéndase menor de edad). Contaba con 17 años.
Tiempo después, habiendo sido Sargento en la guerra, ingresó a la Escuela de Clases que por entonces funcionaba en Sucre, egresando como Sargento Profesional, e inició su larga y activa carrera militar de 42 años de servicio y más de 30 destinos.
En las Fuerzas Armadas —hace décadas—, los suboficiales, luego de vencer cursos de especialidad en artillería, armas de acompañamiento, infantería, caballería y transmisiones ascendían al grado de subtenientes y continuaban la carrera militar.
Fue entonces que en 1966, el capitán Daniel Oropeza fue becado a Panamá, a la otrora Escuela de las Américas, centro de formación militar donde concurrían, como su nombre dice, oficiales de todo el continente para estudiar diferentes materias de uso castrense.
En una de esas jornadas de especialización ocurrió el siguiente encuentro:
— ¿Ud. Es boliviano?
— Si mi capitán. ¿Y Ud. Es paraguayo?
— Si mi capitán.
— ¡Ah! Respondió el capitán Daniel Oropeza. Y soy excombatiente de la Guerra del Chaco.
— Mi padre murió en esa guerra. Era satinador, y según supimos más tarde fue un francotirador quien le voló la cabeza. Dijeron que fue en el sector Cayoja, lugar en que él actuaba, donde perdió la vida.
— La guerra ha sido muy dura mi capitán, dijo Oropeza.
— Sí, ha debido ser así para ustedes que han combatido.
— ¿Y de dónde es su familia mi capitán?
— Somos de Villa Hayes, en el Paraguay.
— ¿Y cómo apellida?
— Gonzales…. Soy el capitán Gonzales del Ejército paraguayo a sus órdenes.
Tensión total entre los dos capitanes. Cada uno habrá sacado sus conclusiones del cruce de preguntas y respuestas que acababa de ocurrir entre ellos. El destino había hecho su parte en esta historia.
El capitán Daniel Oropeza quedó convencido de que se trataba del mayor de los dos niños, cuya fotografía vio después de haber dado de baja al satinador Gonzales; quien precisamente había sido natural de Villa Hayes. Baja ocurrida a principios del año 35 en el sector Cayoja por un disparo de fusil que le voló la cabeza.
En la actualidad, el mayor Oropeza Alcócer a sus 95 años, (cumplirá 96 el 11 de diciembre) es uno de los últimos oficiales beneméritos de la Guerra del Chaco que tienen las Fuerzas Armadas de Bolivia. Si es que no es el último.
No tiene si no el pensamiento de que la patria que él defendió en tiempo de guerra y sirvió con devoción en tiempo de paz sea fuerte, respetada y próspera.
Es el mensaje que transmite con enérgica voz, clara y serena hacia su numerosa descendencia y a quienes lo visitan con frecuencia en Cochabamba.
Busch en la mirada de Carlos Montenegro
Carlos Montenegro, el gran ensayista e ideólogo del nacionalismo, dejó inconclusa una biografía de Germán Busch. Durante décadas los originales se dieron por perdidos. Ahora, editada por Mariano Baptista, finalmente se publica; estos son fragmentos.
Germán Busch nace en San Javier, el 23 de marzo de 1904, de la unión del doctor Pablo Busch y de la señora Raquel Becerra. Se lo bautiza con los patronímicos de Víctor Germán. No hay, de cierto, ambición ni esperanza en el escogimiento del primer vocativo, latino de vencedor, pues en el propio hogar se lo elimina, reduciendo el nombre a las tres sílabas de Germán Busch. Tres sílabas gatilladas por dos acentos, que agrandan la detonación fonética. Germán es el último hijo de este matrimonio con cinco vástagos.
Ha nacido en una aldea que cercan las compactas masas de la selva, como aislándola del mundo. El caserío resiste, mortecino, este acecho tenaz de la jungla que lo asedia por todos los frentes. Es apenas una rala asamblea de chozas rústicas, agrupadas en desorden sobre el descampado próximo a una leve ondulación serrana de la llanura. Los atropellos expansivos del bosque se amortiguan a la presencia de alcores y colinas en que la tierra figura liberarse del yugo vegetal, y comba con cabriolas exultante la planicie barbuda de matorrales, de árboles monstruosos, de flores que exhalan ásperos efluvios, de lianas colgadas al follaje, descoloridas y revueltas, como serpentinas de un lejano carnaval de faunos (…)
Un río flanquea las tierras del pueblo arrastrándose con desgano por el cauce de tranquilos declives. Es el río Quiver, huérfano de historia como de hondura.
Todavía subsisten, dispersas entre sus arenas, las chispas de oro que encandilaron la fe de las extintas misiones religiosas del coloniaje. La linfa juega entre las guijas revibrantes de cuarzos orificados, embebe las gramas de la orilla hacia el monte virgen dentro del cual se pierde a ciegas y muere, lejana, engullida por el río Guapay, profundo y turbio. (…)
A los 18, en 1922, el 20 de enero ingresó al Colegio Militar. Tenía el concepto alucinado de la carrera de soldado. Nobleza, hidalguía, valor, hombría. Había cursado Humanidades hasta el tercer año. El Colegio Militar en La Paz significa salir a las sierras, al mundo desconocido, especie que el monteño busca ansioso en sus ilusiones. Eran los nevados, las calles tortuosas y empinadas, tranvías, proximidad al mundo grande. Hacia allá fue, abandonando sus bosques, sus ríos, sus armas de cazador y pescador, su hacha de montaraz. Iba en pos de la gran carrera hidalga, para ser útil a los suyos, a su patria.
Dejaba su hogar: el padre, huraño y sabio médico que habla siete idiomas y recibe, en el rincón callado de la aldea en que vive, libros y revistas de ciencia. Su hermano Pablo, moreno, alto, mujeriego, vivaz, lleno de ánimo y alegría. Las mujeres perdieron a Pablo. Ejercía la medicina y amputó el brazo a un hombre picado por una víbora. Dióse a los alcaloides, muriendo en Exaltación, Brasil, en abril de 1932, cuando Germán exploraba el Chaco desde Fortín Aroma. (….)
Ya en el Colegio Militar, su vida se desenvolvió arduamente. Pidió su baja, a causa de la escasa atención que se prestaba a los cadetes, cuya pobreza era tal que andaban vestidos en harapos. Se le reflexionó para que continuase. En los primeros años de estudio, fue como todos, pero más rebelde que cualquiera. Él quería una disciplina consciente, y no admitía la férrea noción de incondicionalidad que había impreso en el ejército la misión militar alemana. Tropezose con un capitán profesor. Un incidente cualquiera dio lugar al hecho disciplinario. El capitán dio órdenes que Busch no cumplió. Se le castigó con máxima severidad: plantón nueve horas cargado de fusiles. Durante todo el carnaval de plantón. A los pocos días, el mismo capitán supo que era cumpleaños de Busch: 23 de marzo. (…)
Busch opina sobre Kundt: autoritario en exceso, ignorante de la psicología del pueblo boliviano que no admite un imperio sañudo e individualista como el suyo. Educó a la oficialidad en la escuela de la permanente humillación, del “soplo” delator, de las recompensas indebidas por servicios de adhesión e incondicionalidad personales. No dejó nunca de ser el militar germánico y arrollador respecto de sus subordinados. Nunca se ubicó en el temperamento del pueblo al que servía.Así llega el año 1930. Es un año memorable porque a mediados de él se produce la revolución militar-política que rompe, después de 30 años, de gobiernos civiles, el curso democrático de la vida institucional del país. Busch se destaca vigorosa y excepcionalmente durante la revuelta. Los primeros anuncios de ella, llegan de Oruro, ciudad en que estalla el pronunciamiento. Al día siguiente, 24 de junio, se subleva el Colegio Militar de cuyas aulas, el Gral. Kundt ha expulsado a un crecido número de cadetes.
Las trifulcas con condiscípulos y extraños eran frecuentes. Destacábase por su bravura en las copiosas peleas callejeras. Era fuerte y ágil como un felino. Peleó con Hugo Estada, famoso deportista y ex cadete. El año 23 visitó a su madre en Trinidad. No pudo volver a tiempo al Colegio y fue dado de baja y castigado en el regimiento Ballivián.
Egresado del Colegio Militar fue destinado al regimiento Campero de Infantería. No era de su agrado. Su vida era monótona. Andaba a trompadas con los demás oficiales. Comandaba una compañía de ametralladoras pesadas. Sublevábase contra las injusticias. Un oficial le trajo la orden de arresto dispuesta para respaldar por un superior y tuvo la frase de Cambrone. Tenía los puños para respaldar su rebeldía permanente contra las rígidas normas prusianas de la disciplina. Hacía pellejerías, entre tanto, como todo oficial joven, lleno de prisas sexuales, y aprovechando cuanta aventurilla se le ponía a la mano. Trasladado el regimiento a Copacabana, conoció allí a Alicia Paz, una mujer triste, pálida, delgaducha y romántica. Decepcionada de no poderse casar echose a las heladas aguas del lago Titicaca. La salvaron a duras penas. El baño la curó de romanticismo. (…)
El violento cambio de gobierno influyó en las entrañas del Ejército: el poder, abandonado a una junta compuesta de militares detrás de cada uno de los que actuaba, magníficamente atrincherado en el volumen del soldado un grupo de prohombres de la política conservadora, dispuso la persecución, activa o disimulada de quienes habían defendido el orden. El subteniente Busch fue destinado al Chaco, zona desierta, remota aún para la imaginación popular que soñaba en él como en un mundo confuso y temible, opulento y trágico. Busch es ahora teniente: se le ha ascendido, acaso con el vago temor de que reaccionase con las extraordinarias energías de su actuación durante la revuelta. Tiene que partir hacia lo desconocido, con una misión extraña entre cuyas dimensiones caben todas las esperanzas y todos los peligros. Debe ir a buscar algo que acaso no existe sino en la imaginación alucinada de los seres que fueron víctimas del embrujo vesánico del monte y sus rumores, sus sendas misteriosas, sus espectros evanescentes y cálidos: la tierra de San Ignacio de Zamucos, descubierta y habitada —según una tradición cuya raíz parece rota y se queda trunca— por los padres jesuitas de la época colonial, tierra húmeda y fecunda, bañada en aguas dulces, claras y ebullentes de promesas civilizadoras para el gran desierto del Chaco, lengua reseca, lívida y sedienta que estira su punta de angustia hacia el agua honda del río Paraguay.
La biografía de Busch, un libro perdido durante sesenta años
El escritor e ideólogo del nacionalismo Carlos Montenegro (1903-1953) sostuvo una relación política y de amistad con Germán Busch, héroe de la guerra del Chaco y Presidente de la República (1937-1939).
Después de la guerra con el Paraguay, Montenegro anunció que preparaba una biografía de Busch. El libro, sin embargo, nunca apareció. A la muerte de Montenegro, en 1953, entre sus papeles no se encontró el manuscrito de ese trabajo. Mariano Baptista Gumucio —quien dedicó varios trabajos a Montenegro— durante décadas siguió la pista de esos papeles. Recién el año pasado llegaron a sus manos.
En cinco cartapacios —que estuvieron en poder del abogado Justino Daza Ondarza y que luego pasaron a manos de Eduardo Quintanilla— durmieron durante 60 años la biografía inconclusa de Busch y otros escritos sobre la historia de Bolivia escritos por Carlos Montenegro. Baptista ha ordenado y anotado este asombroso hallazgo bibliográfico y acaba de publicarlo bajo el título de Germán Busch y otras páginas de la historia de Bolivia.
Boquerón
Tres columnas deben atacar, el 12 de septiembre de 1932, a las fuerzas paraguayas que asedian Boquerón. Conduciánlas, respectivamente, los mayores Germán Jordán, David Méndez y Óscar Moscoso. El teniente Germán Busch forma a órdenes de este último. La historia prepara, en el monte, sus instrumentos para acuñar efigies heroicas.
Un jarro de mote y un bollo de pan, para cada combatiente. Esta es la ración que le país asombrosamente rico entrega a sus defensores para una jornada sin plazo. Para una jornada larga, que acaso dure como la inmortalidad.
Tres kilómetros delante de Yujra, ven los primeros muertos de esta guerra que todavía no comprenden. Soldados bolivianos, abatidos por las balas paraguayas.
Los anuncia el hedor de la carroña humana, aroma de esta macabra floración con rocío de plomo. La pestilencia pasea en la picada como un augur sardónico anunciando lo que serán éstos adolescentes, fetidez nauseabunda, gusanos, huesos rotos, basura del desierto.
Tres camiones desvencijados obstruyen el camino a los ojos de la descubierta que comanda Busch. Están llenos de cadáveres envueltos en uniformes grises, mugrientos de tierra que ha hecho grumos con la sangre.
—¡Mira, hermanito, qué barbaridad!
—¡Ay, carajo!... ¡Son nuestros!
Las voces falsean rotas de dolor y espanto. Ahí están los indiecitos juveniles, los cholos, muertos en nombre de la patria. Cuelgan de las barras de madera en que se enredaron los pies al saltar tronchados a ráfagas por ametralladoras acechando entre las malezas. Hay otros de cuclillas como en el intento de guarecerse de la mortal tormenta que desató el monte. Los que cayeron primero yacen sobre la plataforma, encogidos, rotos, un montón de absurdas pieles. A la derecha y a la izquierda, bajo los camiones hay también muertos. Estos hombres perecieron de súbito, detenido ese ímpetu de atacar o de huir… ha sido una masacre sin atenuantes…
Todavía no se comprende, aquí, que esta guerra no interesa a Bolivia ni al Paraguay. Créese en el invasor, en el enemigo. Hay cadáveres profanados por mutilaciones vergonzosas, mechados a bayonetazos póstumos. Ojos hurgados a cuchillo, vaciándose como tinteros rotos sobre los pómulos…
Busch fija las pupilas en sus hombres. Todos han palidecido, como si la sangre buscara sus más recónditos vasos del organismo, huyendo al peligro de vaciarse, igual que la de estos informes cuerpos posesos de los gusanos. Los hombres miran al espejo de su destino, mustios, inquietos entre vahos de cadaverina que acaso no sienten. El oficial acude en socorro de estas almas suspensas. Algunos dan pasos vacilantes hacia el bosque.
—¡En vez de caras pálidas quiero ver caras de leones para vengar a nuestros hermanos asesinados —dice Busch—, esta sangre no se derrama en vano, quiero verlos como hombres, vamos a pedir cuentas de esto a los asesinos! ¡El que me siga será bendito para las almas de nuestros muertos, el que huya es un cobarde que morirá como perro!
De la multitud dolorida sale un ronco grito que se desgarra desesperado:
—¡Lo seguiremos mi teniente!… ¡Viva Bolivia!...
—¡Adelante, hermanos, hasta la muerte!...
La columna avanza unos cientos de metros.
Las primeras balas pasan sobre sus cabezas, como un siseo entrecortado, mordisqueando el follaje del bosque de urundeles. Busch otea a derecha e izquierda, mirando a sus hombres, mientras los proyectiles paraguayos aumentan el zumbar fugaz de su vuelo.
—¡Ahora, muchachos, abrir fuego hacia adelante!
Truenan fusiles y ametralladoras es estrépito rabioso. El oficial recorre a saltos la línea de sus tiradores, animándolos, rectificando la puntería, rociando el paraje con frases de ternura, de esperanza, de entusiasmo viril. Siente un extraño regocijo en el alma, que bailotea gozosa, con una vieja emoción conocida, tremante de inquietud y alegría…
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